Pequeños relatos (del día a día)

“Permanece tumbado, formando una uve muy extendida, con los ojos cerrados y la boca —sin dientes— completamente abierta. Duerme, produciendo suaves ronquidos al ritmo de su respiración. Solo en algún momento, de pronto, lanza uno mucho más fuerte que me sobresalta. Los brazos descansan a ambos lados del cuerpo, con las manos a la altura de las caderas. Las muñecas, rodeadas de un tejido esponjoso y acolchado, están sujetas a la estructura articulada de la cama con dos cintas blancas de algodón. Viste una bata azulada, estampada con minúsculos anagramas, que apenas cubre su tronco dejando las piernas al aire. Delgadas y amarillas, sin vello y mates. Ambas reposan ligeramente flexionadas. Los dedos de los pies están orientados hacia el exterior. Está muy quieto y, solo de vez en cuando, mueve un poco la pierna izquierda; donde tiene la vía que le aporta suero y medicación. Vibra entonces el pequeño revoltijo de tubos conectados a dos botellas de plástico que gotean. Como una clepsidra de fluidos salinos, colgada de un soporte de acero inoxidable, que está situado delante de la ventana herméticamente cerrada. Tras ella, relativamente cerca, no dejan de circular —veloces, silenciosos, y en ambas direcciones— todo tipo de vehículos por la autopista. Atravesando la noche con el destello de sus faros”.


Ha tardado menos de quince minutos en escribir la primera versión de este texto tan reducido. Se ha preparado un café instantáneo y coge una magdalena para olvidar lo que ha escrito. Intenta desconectarse del texto, pero no de sus recuerdos, y se concentra en separar la hinchada masa de bizcocho y el papel encerado que la envuelve. Aprecia los aromas, pero sin llegar a más profundidades. Nada de Proust en esos momentos. Una hora mas tarde, se acercará de nuevo al escritorio y se sentará delante de la pantalla. Volverá a contemplar la fotografía, desvelando olvidos. Corregirá algunas palabras, sustituirá varias oraciones enteras y repetirá el proceso de alejamiento. Después de media docena de magdalenas y otros tantos cafés, a las cinco de la mañana, dará el día por concluido y se acostará. Mañana, pasado mañana o quizás el otro, volverá a intentarlo. No tiene prisa. Nadie espera para leerlo.
 

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