Biblioteca de instantáneas_33

Había leído que había una foto de formato grande, representando dicho edificio, enmarcada en la pared del salón donde había matado a su madre. Una cruz señalaba, en la fachada, la ventana de su despacho, pero yo no conocía el lugar donde estaba la cruz y no pasé del vestíbulo. Sentía piedad, una simpatía dolorosa al recorrer las huellas de aquel hombre que erraba sin rumbo, año tras año, replegado sobre su absurdo secreto, que no podía revelar a nadie y que nadie debía conocer so pena de muerte. Luego pensaba en los niños, en las fotos que habían sacado de sus cuerpos en el instituto anatómico-forense: el horror en estado bruto, que te induce a cerrar los ojos instintivamente, a sacudir la cabeza para que eso no haya existido. Yo creía haber acabado con aquellas historias de locura, de encierro, de hielo. No necesariamente sumirme en el embeleso franciscano, con laudes a la belleza del mundo y al canto del ruiseñor, pero de todos modos haberme librado de eso. Y me veía elegido (sé que enfatizo, pero no veo la manera de decirlo con otras palabras) por aquella historia atroz, en sintonía con el hombre que había hecho aquello. Tenía miedo. Miedo y vergüenza. Vergüenza ante mis hijos porque su padre escribiese sobre aquello. ¿Todavía había tiempo de huir? ¿Dónde estaba mi vocación concreta de tratar de comprenderlo, de mirarlo de frente?".

El adversario
(fragmento) Emmanuel Carrère

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