Escrito en el Aire


Cuando le pregunto, me contesta convencido que aquellos días viajó, en realidad, a un lugar imaginario. Me explica que, a principios de noviembre, ya no quedan turistas en la zona. Que, incluso los más rezagados, se marchan todos en septiembre; y, desde octubre, el mar, la playa y el desierto vuelven a formar esa unidad indisoluble de la que tanto había oído hablar; sobre la que tanto había leído. Por eso quizá, y porque tenía decidido de antemano alojarse en el Cortijo del Aire, demoró su llegada todo cuanto pudo; disfrutó del viaje y quiso inspeccionar todo el territorio previamente desde el coche. Al atardecer conoció a los dueños, Lisa y Kurt, que lo regentan desde 1988 huyendo de “la frialdad de las instalaciones hoteleras convencionales”. A partir ese momento y los días siguientes, en los prolongados desayunos y cenas colectivas, cruzó su vida con ellos y con los pocos viajeros que estaban alojados. El cocinero navarro Jorge, vegetariano experto en ayunos terapéuticos y dietas paliativas. La pareja suiza formada por Viviane y Andreas, ella enfermera de un odontólogo y él sindicalista. Y un matrimonio de ingleses jubilados, con los que solo compartió la primera velada —varias cervezas y algunas partidas de cartas— mientras su perrito jugaba bajo la mesa, entre las piernas de todos. Pero se marcharon muy temprano, y olvidó pronto sus nombres.

Durante aquellos días, la mayor parte del tiempo, estuvo caminando solo y ensimismado; en jornadas de ocho horas, recorrió las rutas del interior y de la costa para registrar aquel paisaje tan singular e intrigante. Hizo dibujos; tomó cientos de fotografías; escribió pequeños relatos —esbozos de relatos— que le fueron sugeridos por las experiencias, las personas y los lugares encontrados. Pero, sobre todo, inhaló cada uno de los matices de aquel aire salobre que impregna el espacio natural, haciéndolo unitario; y pudo percibir, con absoluta nitidez, las fuertes presencias que lo habitan. Desconcertada, le sugiero que, quizá, viajaban con él; y no lo niega. Pero en cambio me asegura, con un destello en sus ojos, que allí lo atravesaron como el aire respirado. Y me cuenta que en aquel lugar, por momentos, hizo suya la tragedia ancestral que permanece adherida a unos muros ruinosos; últimos vestigios de antiguas bodas de sangre. Se cruzó con la miseria histórica que, idéntica y adormecida, sobrevive entre los guijarros y el polvo de los caminos, como si ya hubiese olvidado aquella última mirada —la del primer viajero que describió estos campos— y su llanto amargo. Allí compartió la meditación soñadora del poeta; eficaz custodio de nuestro derecho a gozar con esta geografía plena, que “entra en las aguas como el perfil de un muerto o de un durmiente con la cabellera anegada de mar”; y se dejó acariciar por la mística espiritualidad de sus palabras. Contempló también la violencia abrumadora con que libran su batalla eterna el agua y la tierra; la misma que ha tallado cada una de las piedras del árido desierto o de la costa acantilada. Y la luz por todas partes.


Ahora, en este atardecer tan distante y de luz eléctrica, el viajero me confiesa cuánto desea expresar, en una sentida narración o en un poema, cómo le transformaron aquellos encuentros y experiencias; compartir, también, cómo se imagina a Lisa y Kurt construyendo su casa; precisamente allí, tan alejada de aquellas otras en las que nacieron, y en una dirección tan opuesta. Querría describir también la emoción provocada por la persistente búsqueda de Jorge, que necesita volver cada año porque ha convertido aquel paisaje, tan diferente al suyo, en un espacio esencial para la meditación; para encontrarse consigo mismo; una necesidad que ya es inseparable de su existencia. O cómo Viviane y Andreas, en cambio, parecen explorar —en éste y en otros lugares remotos— ciertos encuentros universales con los que no podrían convivir si no es por un instante, para regresar satisfechos a su helvética seguridad. Contaría también el encuentro fugaz con los ingleses, a los que aún ve desplazarse, entre el borde del mar y los naipes, persiguiendo un futuro que ya pueden acariciar con la punta de sus dedos. Y tendría que estar presente su perrito; y su trágico atropello, soñado en el duermevela de una siesta; y aquella playa desierta, en la que olvidó su conmoción...


Claro que lo desea, pero prefiere contárselo a su sombra; porque, según tiene aprendido —me explica antes de marcharse— ese relato será inútil por completo si no puede crecer debidamente en cada lector; ser traducido, por éste, a su propia intuición y experiencias. Me deja su cuaderno lleno de dibujos y fotografías; con algunas palabras desordenadas. Registros mínimos de lo ocurrido sin ninguna pretensión documental. Me dice adiós, y se disuelve en la oscuridad de la noche; donde no puedo seguirlo.


—¿Será suficiente? —me pregunto abandonada, junto a esta ofrenda de recuerdos—. ¿Se planta así la semilla de un cuento que solo está escrito con el aire de su paisaje?

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