Pequeños relatos (del día a día)
Está tan orgullosa de su nuevo emplazamiento que quiere hacer un rápido recuento, mientras toma algo de aire para reducir las pulsaciones. No es capaz de recordar cuántos ciclos de sol lleva superándose a sí misma. Más de cien ciclos de luna. Seguramente ocho ciclos de calor y sequía; sin contar el que ya está a punto de empezar, que será el noveno. Mucho tiempo sin duda. Quizás demasiado para su juventud. Pero ahora GFS está aquí –satisfecha, orgullosa–, sentada en lo más alto del acantilado y pensando en sus cosas con todas las capacidades de su cerebro, aún más excitado que de costumbre por la propia adrenalina del esfuerzo.
La vía piramidal –en la parte posterior de su lóbulo frontal–, que ha transmitido cada uno de los estímulos necesarios para llevar su cuerpo hasta este punto, ha dejado de canalizar impulsos atropellados a sus músculos. Y estos empiezan a relajarse aunque aparenten vida propia todavía. En las redes neuronales de su hemisferio derecho se moldea el deseo de un nuevo trabajo, excitadas por el apetito de cambio que brota de otras situadas en el izquierdo. Su curiosidad se aburre, aunque no hace mucho rebosaba entusiasmo de principiante. Piensa en sus padres, a los que debería ir diciendo “hasta pronto” para establecerse definitivamente fuera de ese hogar al que tanto apego tiene. Y en su pareja, con quien aún debe encajar algunas de las aristas más resistentes para enterrar ciertos olvidos recientes. Y en algunas amistades también, queridas y cercanas a pesar de lo celosa de su espacio que siempre se muestra. En ese mismo instante, el cortex sensorial procesa toda la información enviada por su sentido del tacto. Destacando el cosquilleo de los millones de granos de arena adheridos a su cuerpo, que comienzan a despegarse acariciando levemente su piel tostada y sedosa. El lóbulo occipital gestiona la luz anaranjada, cada vez más rojiza, desprendida por el ocaso de un sol cansado, que parece haberse detenido solo para que ella pueda seguir disfrutando, antes de convertirlo en un viejo registro visual guardado en algún rincón perdido de su memoria. Esa que a la vez confronta todas las melodías –lejanas y desconocidas, combinadas por el eco en sus oídos– para evocar el más bello cántico de sus antepasados. Disfruta los olores y sabores de la cálida brisa, consumiendo ávidamente esa humedad salada de la que no puede prescindir. Los aromas misteriosos del bosque –a su espalda–, mezclados con los más familiares que lanza el mar sobre la orilla, se comparan con los registros ya archivados en alguna parte del hipocampo, dando paso a diversas sensaciones cruzadas de placer y curiosidad que destruyen cualquier indicio de rechazo.
La vía piramidal –en la parte posterior de su lóbulo frontal–, que ha transmitido cada uno de los estímulos necesarios para llevar su cuerpo hasta este punto, ha dejado de canalizar impulsos atropellados a sus músculos. Y estos empiezan a relajarse aunque aparenten vida propia todavía. En las redes neuronales de su hemisferio derecho se moldea el deseo de un nuevo trabajo, excitadas por el apetito de cambio que brota de otras situadas en el izquierdo. Su curiosidad se aburre, aunque no hace mucho rebosaba entusiasmo de principiante. Piensa en sus padres, a los que debería ir diciendo “hasta pronto” para establecerse definitivamente fuera de ese hogar al que tanto apego tiene. Y en su pareja, con quien aún debe encajar algunas de las aristas más resistentes para enterrar ciertos olvidos recientes. Y en algunas amistades también, queridas y cercanas a pesar de lo celosa de su espacio que siempre se muestra. En ese mismo instante, el cortex sensorial procesa toda la información enviada por su sentido del tacto. Destacando el cosquilleo de los millones de granos de arena adheridos a su cuerpo, que comienzan a despegarse acariciando levemente su piel tostada y sedosa. El lóbulo occipital gestiona la luz anaranjada, cada vez más rojiza, desprendida por el ocaso de un sol cansado, que parece haberse detenido solo para que ella pueda seguir disfrutando, antes de convertirlo en un viejo registro visual guardado en algún rincón perdido de su memoria. Esa que a la vez confronta todas las melodías –lejanas y desconocidas, combinadas por el eco en sus oídos– para evocar el más bello cántico de sus antepasados. Disfruta los olores y sabores de la cálida brisa, consumiendo ávidamente esa humedad salada de la que no puede prescindir. Los aromas misteriosos del bosque –a su espalda–, mezclados con los más familiares que lanza el mar sobre la orilla, se comparan con los registros ya archivados en alguna parte del hipocampo, dando paso a diversas sensaciones cruzadas de placer y curiosidad que destruyen cualquier indicio de rechazo.
Y mientras tanto, en alguna zona aún más recóndita de su cerebro, sueña.
Abrazada a sus pechos para protegerlos de la sequedad. Con los ojos entornados, para concentrarse y no perderse todo lo que está sucediendo a la vez, deja volar su imaginación y combina todo lo que ya lleva visto –en sus pocos ciclos de vida– con aquello que sus miedos y deseos quieren aportar. Dividida entre dos mundos tan opuestos, que los sueños unen, fantasea con profundidades marinas inalcanzables y confines muy lejanos de la tierra ignota.
Hasta que se siente atrapada en su propio cuerpo. Como siempre.
Entonces, GFS hace vibrar su cola para limpiar de arena sus escamas. Y se dispone el ánimo para volver al agua.