Pequeños relatos (del día a día)


Bajamos del coche aparcado en la cuneta y cruzamos la calzada. La humedad y el frío forman pequeñas nubes al ritmo de nuestras respiraciones. El matorral nos llega hasta la cintura y, entre todas las hierbas, destaca el romero por su olor. Las jaras manchan nuestros pantalones, pero solo yo me quejo. Tú, que caminas por delante, te detienes y enciendes un cigarrillo. Esa nube se hace enorme. La compartimos sin mirarnos, observando el horizonte montañoso, en un silencio subrayado por el rumor del agua en el arroyo. Eres una mujer condicionada por algunos miedos instintivos ‒al dolor, a la pobreza, y, especialmente, al olvido y la demencia‒, pero aquí estás a gusto. La compañía representa para ti cierta seguridad olvidada y el sentimiento de encontrarte a salvo. Incluso este paisaje ‒bellísimo‒ sería temible en soledad.

Cuando acordamos separarnos fue muy complicado convivir con la nostalgia. Seguramente también lo fuese para ti. Pero es que yo —a mi manera—, me propuse expresamente no olvidarte de una forma programada y sistemática. Ya me conoces. Me habías convencido, y aceptaba nuestra decisión plenamente. Tal y como habíamos hablado, eso sería lo mejor para ambos, pero jamás pensé en ninguna forma de borrado. Más bien en todo lo contrario. Por eso, a menudo repasaba nuestras fotografías, algunos mensajes que habíamos intercambiado y aquellos objetos que conservaba de ti. Incluso me propuse visitar nuevamente los lugares en los que habíamos estado. Uno por uno —ahora en soledad—, para convivir con todos los recuerdos que surgiesen y aceptarlos como tales. Como bellos fragmentos de un pasado que me pertenece. Ya solo a mí.
 

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