Biblioteca de instantáneas_43
“¿Hey? ¿Cómo estoy? Agarré el teléfono con fuerza y le dije: Escúchame bien, gordinflón, avieso y depravado hijo de puta. ¿Qué coño haces llamándome aquí? ¿A ti qué cojones te pasa? Y entonces el celador me arrebata el teléfono y dice: Eh, no puedes hablarle a tu padre en ese tono. No veas, escudero. Si me casara con una mujer rica y me fuera a vivir al sur de Francia no volvería a saber más de ese malnacido. Pero me ingresan en el manicomio y el tío ya está llamando antes de que la tinta se haya secado en los impresos de admisión.
¿Cuánto tiempo estuviste ahí dentro?
Seis semanas. El programa de desintoxicación estándar. Los domingos venían visitas con sus cestos y demás y yo esperaba a que llegaran. Entonces cruzaba el césped con andares de pato mareado y me abalanzaba contra la valla bufando y babeando como un gibón rabioso. Alargando una garra retorcida. Tendrías que haber visto cómo huían entre alaridos. Una mujer salió corriendo a la calle y casi la atropella un autobús. Fue francamente agradable. Y al mismo tiempo una especie de revelación. Las familias de los internos. No te imaginas lo que se esconde en el traspaís, escudero. Familias enteras de engendros endogámicos iban a ver a la pieza de museo de su linaje. Una especie exótica de microcefálico. Un enano de cabeza ahusada. Algo salido de una fotografía de Lewis Hines. No creo que haya que gasearlos necesariamente, pero ¿tan descabellado sería caparlos?
¿Me lo estás preguntando?
Da igual. Dios. Seguro que a mí también me arrastrarían hasta el tribunal.
Western tomó un sorbo de cerveza. John, dijo. Eres de lo que no hay”.